Estoy convencido que todo nacimiento responde a una causalidad. Pienso que nadie nace por casualidad o , como se dice vulgarmente, por » un descuido».
Si mis lectores aceptan este pensamiento, podremos llegar todos juntos a comprender que toda vida humana tiene una razón de ser. La existencia tiene un sentido que subyace en la interioridad de cada ser humano. Es decir, toda persona nace por y para algo. Es como un mandato . No impuesto desde afuera o por un agente externo a nosotros mismos, sino como una orden de nuestra propia alma. Esos mandatos forman el mundo interno de cada uno, es lo que los filósofos orientales llaman el Yo Superior, el Ser Interno que denomina la teosofía. Es lo que venimos a cumplir en la vida.
Decía el filósofo estoíco Epicteto: de una sola cosa estoy totalmente convencido, y es que he nacido para transitar el sendero de la virtud que nadie en el mundo podrá evitar. Y siendo Epicteto un esclavo en la Roma Imperial , ninguna cadena pudo impedir que él fuera un hombre de conciencia y objetivos internos. Pues, sus metas y razón de ser en la vida estaban más allá de toda esclavitud. Epicteto fue un hombre feliz, pues no solo sabía cuáles eran sus mandatos internos, sino que los pudo cumplir por sobre cualquier circunstancia.
En una palabra, estaba conforme con sigo mismo, pues estaba cumpliendo con lo que vino a ser: un hombre virtuoso, cuya conducta trascendió el tiempo y el espacio. Hoy, a más de dos mil años de su existencia, lo estoy rememorando como un ejemplo que da fundamento a lo que quiero explicar.
Creo, que muchas de las insatisfacciones de las personas obedece a que no están cumpliendo con los mandatos internos. Algunas veces por ignorancia y otras por rehuir, por no querer escuchar esa voz interna, que como un grito lejano, nos dice que debemos hacer tal o cual cosa. Y en este último caso las persona huyen, tratan de apabullarse, de no pensar. Algunos, con esa actitud, logran sortear esa responsabilidad ante su alma inmortal, pero cuando los mandatos son muy fuertes, sobreviene la angustia. El no saber qué está pasando con migo, por qué no estoy conforme, por qué me siento extraño ante mi mismo, por qué no soy feliz.
Muchos de los escapismo y de las violencias sociales, responden a no saber cuál es el rol que debemos cumplir en la vida, cuál es la misión que tenemos. Y eso nos angustia y nos pone rabiosos. Solemos caer en la melancolía, en la tristeza, en no encontrar el sentido a la vida. El no comprender nuestra propia vida. Y sufrimos, unas veces calladamente y otras aarremetiendo contra todo, queremos lastimar y lastimarnos; agredir y autoagredirnos, como las ratitas del laboratorio , que al no poder explicarse de donde venía el dolor de la descarga eléctrica, terminaban agrediéndose entre ellas.
Cuando los conflictos internos emergen a la superficie, la persona se siente compelida a «buscar un remedio en el medio externo». Llegado el momento, todos queremos romper el sello. Queremos cambiar de terapeuta, dejar a nuestra amante, casarnos, cambiar de trabajo, asaltar un banco, pelearnos, emigrar, cualquier cosa con tal de librarme del fuego abrasador que está en mi mente.
Entonces me digo: algo tengo que hacer porque me parece que me estoy volviendo loco, me desespero, angustio y entro en un cono de agitación emocional, donde doy vuelvas, vueltas, y no puedo parar.
Pero, si me entrego a un trabajo interno, a lo que vine a hacer, no puedo, no necesito romper el sello. Pues he descubierto cuál es mi mandato y lo empiezo a cumplir, como Epícteto, con toda la voluntad puesta en el acto, en la obra de cumplir con la misión que el alma ha indicado para mi en esta vida.
La forma de encontrar nuestros mandatos internos, es buscar la serenidad, el recogimiento interior, el permanecer un tiempo en soledad con uno mismo. Tener la voluntad de reencontrarme con mis mensajes, interpretarlos y llevarlos a la acción.
Quien se vence a sí mismo, tiene más mérito que si hubiera vencido a miles de hombres.